Como quien abre un libro con páginas aún sin leer, dejándose guiar por intuiciones, afectos y una conexión profunda con lo femenino, Cristina Consuegra transformó obras de la colección del MAMBO en un banquete que explora el territorio de los sentidos, las memorias y las relaciones humanas.
La intuición fue su brújula al elegir piezas de Luz Ángela Lizarazo, Adolfo Bernal, Hermi Friedman y Cecilia Ordóñez.
Del delicado universo de Luz Ángela Lizarazo, Cristina extrajo la fragilidad y fortaleza del paisaje del maíz, un símbolo profundamente enraizado en el continente americano. Con un tamal, representó esos pisos térmicos que atraviesan culturas y geografías, tejiendo afectos que van más allá de lo visible. Las "bestias" de Lizarazo, cargadas de una energía femenina indómita, encontraron en este plato una expresión crujiente y envolvente.
La obra de Adolfo Bernal resonó en otra dirección: lo colectivo y lo invisible. Cristina vio en la miel algo más que un ingrediente dulce; encontró un universo de relaciones, una metáfora de comunidad y cuidado. Con ella creó una bebida que coronó el plato, acompañada por salsas hechas con ingredientes polinizados por abejas, y reunió a sus amigas en la cocina para materializar esta idea, transformando el acto culinario en un ritual compartido.
Hermi Friedman le habló de tiempo, de conexión y diversidad. Su mirada profunda, que atraviesa los materiales y la historia, inspiró un gesto sencillo pero poderoso: unas piñas asadas. En su cocción, Cristina exploró cómo el territorio nos alimenta y nos conecta con lo más esencial.
Finalmente, Cecilia Ordóñez llevó a Cristina a pensar en lo efímero y lo tangible, en cómo una obra de arte —o un plato— puede ser tanto un objeto como un instante. En su honor, diseñó una mesa espiral de arcilla de Bogotá, un espacio donde lo simbólico y lo material se entrelazan, invitando al comensal a habitar ese delicado equilibrio.
En este encuentro entre disciplinas, la cocina se convirtió en un vehículo para traducir intuiciones, afectos y memorias, y en un reflejo de cómo las narrativas personales pueden tomar forma en un plato. Así, el arte se comió, se sintió y se compartió, expandiendo su alcance más allá de las paredes del museo para alimentar el cuerpo y el espíritu.
En Miel, Adolfo Bernal condensa una poética que desborda lo textual. Esta obra, parte de su extensa serie de intervenciones urbanas, explora el poder evocador de una sola palabra: miel. Con su aparente sencillez, esta palabra se convierte en un catalizador de emociones, sensaciones y asociaciones que van más allá de lo tangible. Bernal elige un término que, más allá de su significado literal, conecta con lo orgánico y lo esencial, provocando una respuesta sensorial que despierta lo dulce, lo pegajoso, lo natural, y lo efímero en la mente del espectador.
Desde la década de 1970, el artista llevó a cabo acciones poéticas que escapaban del espacio institucionalizado del arte. En calles y muros, sus carteles tipográficos se convertían en susurros visuales en medio del bullicio urbano. Miel, al igual que sus otras creaciones, se inscribe en esta práctica de insertar fragmentos de lenguaje en la cotidianidad, generando un extrañamiento que obliga al transeúnte a detenerse, mirar y reflexionar. José Roca describió estos trabajos como señales que no apuntan a lugares evidentes, sino que invitan a un viaje introspectivo hacia lo simbólico y lo personal.
La obra se integra en un marco de exploración sobre la percepción cotidiana y el lenguaje, cuestionando cómo habitamos y leemos nuestro entorno. Al situar palabras cargadas de polisemia en contextos inesperados, Bernal despoja al lenguaje de su función utilitaria, devolviéndole su capacidad de conmover y transformar. En Miel, la dulzura y la viscosidad no solo evocan sensaciones físicas, sino que sugieren conexiones afectivas y culturales, transformando una palabra en un puente hacia múltiples lecturas y experiencias compartidas.
La práctica de Bernal no solo se centraba en el espacio público, sino también en la relación íntima entre el espectador y el lenguaje. Miel representa esta tensión entre lo colectivo y lo personal, uniendo lo mínimo y lo profundo en una sola palabra que, como la miel misma, deja un rastro que persiste, pegajoso, dulce y lleno de posibilidades.
Serpientes, aves y lobos, parte de la serie Todas mis bestias (2020) de Luz Ángela Lizarazo, es un dibujo que pulsa entre lo visceral y lo íntimo, construyendo un universo en el que el cuerpo femenino es a la vez contenedor, territorio y testimonio. Las "bestias internas" que habitan este universo—serpientes, lobos, aves—son manifestaciones de sabidurías ancestrales y potencias emocionales, que revelan la conexión entre lo instintivo y lo ritual.
Estas "bestias internas" emergen como manifestaciones de sabidurías cotidianas y potencias emocionales. La artista nos introduce en un universo poblado de mujeres-animales, cargadas de poderes que trascienden lo doméstico para habitar lo simbólico. Sus figuras se despliegan sobre camas y colchones, superficies cargadas de significados. Estos objetos, recurrentes en la obra de Lizarazo, son escenarios de lo íntimo y lo ritual: del acto sexual al nacimiento, del reposo al dolor. Allí, la cama se convierte en un espacio horizontal donde la feminidad exuda su exceso, donde el cuerpo se entrega y se renueva.
La obra también sitúa a las camas y las mesas como escenarios centrales, espacios de intimidad y transformación. Lizarazo los describe como “los muebles más importantes de una casa". Ambas superficies son lugares donde el cuerpo experimenta momentos trascendentales: nacer, morir, sanar, negociar, compartir. En sus palabras: “La cama idealmente es donde nacemos y morimos... La mesa es el fuego del hogar, el alimento, la reunión.”
Esta relación entre la cama y la mesa resuena con el acto de comer, que la artista compara con parir y con el sexo como eventos que despiertan la oxitocina, conectando lo físico con lo emocional. "Comer en compañía es tan importante como dar a luz," menciona, enfatizando la dimensión simbólica y afectiva del alimento en nuestras vidas.
El dibujo en Lizarazo es un ejercicio visceral, un espacio para meditar sobre lo que puede un cuerpo, lo que sostiene y lo que exuda. Serpientes, aves y lobos nos invita a contemplar el instinto femenino en todo su esplendor, desplegándose entre lo humano y lo animal, lo orgánico y lo simbólico, recordándonos que la vida y la muerte son fuerzas que habitan juntas, en un constante devenir.
En Todas mis bestias, Lizarazo no solo congrega sus propias bestias interiores, sino que también celebra la conexión con las "otras bestias": las amigas, las mujeres, que comparten el espacio de la cocina y la mesa. Así, esta serie teje un diálogo entre lo íntimo y lo colectivo, mostrando cómo la introspección y la conexión con los otros son fuerzas complementarias en la vida cotidiana.
es antropóloga y cocinera, nacida y residente en Bogotá. Estudió antropología y economía en la Universidad de los Andes, y posteriormente realizó una maestría en Antropología y Medio Ambiente en University College London.
Su trabajo se centra en explorar, a través de la siembra, la cocina, caminatas y escritura, las relaciones de asociación y cuidado entre los mundos humano y más que humano, utilizando la cocina como una herramienta para comprender la dimensión biocultural del territorio. Ha trabajado como consultora e investigadora en proyectos relacionados con la conservación participativa de la biodiversidad y el patrimonio agroalimentario en diferentes regiones de Colombia.
En sus investigaciones, la comida se convierte en un eje central para entender los procesos metabólicos que conectan a los humanos y no humanos, y que se reflejan tanto en el paisaje como en diversas técnicas culinarias. Cristina ha participado en residencias artísticas en el Centre International d'Art et du Paysage (Francia), el Institut Furkablick (Suiza) y Flora ars+natura (Colombia), donde ha explorado la relación entre arte y antropología. Esta interacción la ha llevado a desarrollar una práctica híbrida que involucra el cuerpo en movimiento, la etnografía, la imaginación, la atención y el alimento.
Es coautora del libro Mundos mutuos. La cocina como taller (Cajón de Sastre, 2020) y ha publicado otras obras: El jardín elemental. Diálogos con la huerta (Hambre, 2022) y Cómo cuidar un río (entre-ríos, 2023).
Hermi Friedman
Transporte de piñas en el Magdalena
1960
Fotografía Blanco y negro
17,8 x 23,3 cm.
colección MAMBO
Luz Ángela Lizarazo
Disponer el ablandamiento
medidas variables
medias veladas, cuarzos y ágatas
2024
colección MAMBO
Luz Ángela Lizarazo
Serpientes, aves y lobos
Todas mis bestias.
Técnica mixta sobre papel de algodón.
35 x 49.3 cm / 40 x 55 x 4.1 cm.
2020
colección MAMBO
Transporte de piñas en el Magdalena (1960), de Hermi Friedmann, captura con profundidad y sensibilidad un instante de la vida rural colombiana. En esta obra, Friedmann enfoca su lente en el transporte de piñas, una actividad común y cargada de significados, que revela la interconexión entre el trabajo campesino, la naturaleza y la economía local. Las piñas, cargadas con esfuerzo en pequeñas embarcaciones que surcan el río Magdalena, evocan tanto el esfuerzo humano como el protagonismo del paisaje.
Friedmann, conocida por su enfoque documental, utiliza esta escena para destacar las condiciones de vida y trabajo de las comunidades rurales, en particular de los campesinos y las mujeres. Su fotografía es un registro visual, y también una declaración: un testimonio de las dinámicas económicas, culturales y naturales que moldean la ruralidad colombiana. En Transporte de piñas en el Magdalena, el río no es simplemente un fondo; es un símbolo poderoso de conexión entre regiones, de intercambio, y de vida, esencial para la distribución de los productos agrícolas y la subsistencia de las comunidades.
La mirada de Friedmann se caracteriza por un equilibrio entre lo estético y lo político. A través de una composición cuidadosa y una perspectiva de género única, captura la cotidianidad con una sensibilidad que no romantiza ni explota, sino que celebra la dignidad del trabajo rural. Este enfoque se diferencia de otros fotógrafos documentales de la época, pues Friedmann incorpora una narrativa que da protagonismo a las mujeres en el paisaje de la ruralidad, ampliando las historias que tradicionalmente se contaban sobre el campo.
La obra no solo documenta una actividad, sino que también entrelaza el paisaje natural y el esfuerzo humano en un diálogo visual. Las piñas, brillantes y geométricas, contrastan con la textura del río y el movimiento de la canoa, resaltando la relación simbiótica entre la naturaleza y la economía rural. En este sentido, Transporte de piñas en el Magdalena se convierte en un puente visual que une las complejidades del territorio colombiano con las historias humanas que lo habitan.
Este lugar (1990) de Cecilia Ordóñez es una obra que dialoga entre el pasado y el presente a través del barro, un material cargado de memoria y simbolismo. Parte de su primera etapa artística, esta pieza marca un momento de introspección y exploración tras una década de haber regresado a Colombia luego de su maestría en Iowa. En este trabajo, Ordóñez utiliza la cerámica como un medio para indagar en la relación entre identidad, territorio y pertenencia, transformando la materia en un vehículo para reflexiones profundas.
La obra combina texturas y formas que evocan elementos arquitectónicos, generando una interacción orgánica entre el espacio físico y el simbólico. Este enfoque no solo resalta la habilidad técnica de la artista, sino también su intención de crear un puente entre el espectador y el entorno que habita la pieza. El barro, moldeado y configurado, se convierte en un contenedor de historias y emociones, proponiendo una conexión íntima con la materialidad.
Ordóñez trasciende las funciones tradicionales de la cerámica, llevándola hacia un territorio expresivo donde cada curva, grieta y superficie dialoga con el espacio y el tiempo. Este lugar se inscribe en su búsqueda constante por expandir los límites de este medio, desafiando su concepción utilitaria y reivindicándolo como una forma de arte contemporáneo cargada de resonancias culturales y personales.
En esta obra, el título invita a la reflexión: ¿qué significa pertenecer a un lugar? ¿Cómo se transforma el espacio en hogar? A través de su meticuloso trabajo, Ordóñez nos lleva a explorar estos cuestionamientos, ofreciendo una experiencia sensorial y emocional que sitúa al espectador frente a las complejidades de su propio sentido de arraigo.
A través del proyecto De corazones y estómagos en la colección MAMBO, Luz Ángela Lizarazo encontró un espacio para entrelazar sus inquietudes artísticas con la inspiración compartida en diálogos creativos. De estas conversaciones con Júlia Farràs y Cristina Consuegra nació Disponer el ablandamiento, una obra que materializa la esencia de la residencia: una exploración de lo que se forma y transforma en capas de tiempo, afecto y memoria. Inspirada en su pieza anterior, Capas sedimentales (2021), esta nueva creación se alzó como un testimonio del proyecto, uniendo investigación, afectos y transformación artística.
La obra fue concebida como parte de la Residencia de investigación del MAMBO, un espacio en el que artistas, chefs y sommeliers se sumergieron en la colección del museo para reinterpretarla desde perspectivas interdisciplinarias. Este ejercicio no solo permitió explorar la relación entre el arte y la gastronomía, sino que también sembró nuevas capas de significado en cada creación, algo que Lizarazo materializó de manera magistral en esta pieza.
Disponer el ablandamiento despliega la noción de formación y transformación, construyéndose en capas que evocan tanto los paisajes geológicos como los emocionales. En un corte vertical, las capas parecen revelar un territorio, quizá un cuerpo, donde brotan cuarzos y ágatas. Estas piedras, con su iridiscencia y solidez, representan los tesoros que se forman lentamente bajo la superficie, bajo la presión y el tiempo. La obra nos invita a contemplar lo que yace oculto, las historias y memorias que, aunque enterradas, conforman la esencia de lo que somos.
La pieza no solo es un gesto artístico; es un regalo. Con su donación al MAMBO, Lizarazo asegura que Disponer el ablandamiento permanezca como un recuerdo tangible del proyecto, un testigo de las conexiones entre artistas, ingredientes, y afectos que lo hicieron posible.
En esta obra, como en el proyecto que la vio nacer, subyace una invitación a mirar más allá de la superficie, a descubrir lo que el tiempo y los encuentros revelan. Lizarazo no solo dispone un ablandamiento; dispone un espacio de reflexión, un recordatorio de que lo más precioso puede encontrarse al desenterrar nuestras propias capas.